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El Significado del Sacrificio

       Es necesario subrayar que no influyeron en Arturo Prat ambiciones de fama imperecederas, ni de inmortalidad histórica, ni la gloria. Del díctico o´higginiano, el “vivir con honor” fue perfectamente comprensible para el héroe de Iquique. Pero el “morir con gloria” carecía, a sus ojos, de sentido. La vida sólo se entregaba por exigirlo el deber.

      Recién ocurrido el combate, uno de sus testigos, el teniente Francisco Sánchez – tercer hombre de la “Esmeralda -, relató los hechos. Allí se insinuaría, por vez primera, la noción de que, siendo el abordaje “una empresa imposible”, Prat, intentándola, no buscaba ni podía buscar la captura del “Huascar”, sino algo distinto. ¿Qué sería? Sánchez no lo explicitaba – su intención, es probable, nunca fue específicamente el tema -, pero una frase suya: “la sublime idea de morir…concebida (por Prat) con sangre fría” apuntaba a un deseo de fama histórica; o bien a un suicidio patriótico: un gesto cuyo carácter extremo, absoluto, y consiguiente impacto emocional, generasen en Chile la “unión sagrada” alrededor de la guerra.

Nada de esto es imposible, desde luego, pero tampoco hay razones ni indicios para suponerlo, ni calza con el carácter de Arturo Prat. Así lo dijeron – tan pronto se conoció el relato de Sánchez – Carmela Carvajal y Jacinto Chacón, sin duda los más profundos y autorizados intérpretes de lo que pensaba y sentía Arturo Prat. “El no habría sido capaz (dijeron), para nosotros que le hemos conocido, de pensar en su gloria personal, en esos solemnes momentos. Si saltó, fue buscando el último recurso que le quedaba para abordar y hacer suya la nave enemiga, (lo) que era su deber, norte de Arturo”.

Pero, con el tiempo, aquellas explicaciones simples, o simplificadas – ansias de gloria, suicidio patriótico, cumplimiento del deber sin más objeto que el de cumplirlo -, se han difundido hasta convertirse en estereotipos. Así se oscurece que Arturo Prat, independientemente de todo eso, prestó al país un servicio de guerra excelentísimo; su riguroso sentido de la obligación militar que había asumido y que debía honrar, significó para el Chile en conflicto un beneficio real e incalculable.

Efectivamente, olvidemos, para desarrollar el argumento, las posibilidades de triunfo sobre el “Huascar” y la “Independencia”, posibilidades mínimas, casi inexistentes, pero que Prat agotó hasta el punto de entregar por ellas la vida: ¿Qué hubiera sucedido si, en vez de eso, hubiese arriado la bandera? Lo que sigue:

a) El enemigo se habría apoderado de las dos naves nacionales, una –la “Covadonga” todavía en estado de servir – y se habría cumplido ítem por ítem el plan de Prado: destrucción o captura de aquellas naves chilenas; aprehensión, también del convoy nacional que se dirigía a Antofagasta, con sus cuatro transportes y 2.500 soldados, bombardeo impune de los puertos hacia el sur.

b) Habría sido inevitable una fuerte caída de la moral chilena civil y uniformada, con esta sucesión de desastres.

Pensemos ahora en otro escenario: un Prat que rinda la sola “Esmeralda”, ya salida la “Covadonga” de la rada. Grau, entonces, se hubiera incorporado a la cacería de la cañonera, con un muy distinto desenlace para el encuentro de Punta Gruesa. Nuestra gloriosa “Covadonga” se salvó del monitor, en definitiva, sólo porque la “Esmeralda”, combatiendo, lo retuvo hasta el mediodía. De lo contrario, quizás hubiera tenido éxito, igualmente, la trampa que cogió a la “Independencia”, pero el “Huascar” la habría vengado.

La derrota de Iquique fue funcional a la victoria de Punta Gruesa.

Esta aun, pudo concluir – de todas maneras – en la captura o hundimiento de la “Covadonga”, de haber opuesto la “Esmeralda” una defensa menos encarnizada, y por tanto más corta, contra el “Huascar”.

Se torna así indiscutiblemente acertada la resolución que adoptó Arturo Prat: combatir hasta el último cartucho, hasta el último hombre, y hasta el hundimiento de su nave. Indiscutible acierto, mirado no solamente como acto patriótico, sino como una opción estratégica y de guerra.

Tampoco – y enfocado siempre las cosas bajo el prisma exclusivamente bélico – es posible silenciar el impacto que hizo la epopeya de Iquique en nuestras fuerzas de combate.

Pasó a ser un axioma, pero un axioma vivido, no únicamente escrito o pensado, que los chilenos no arriaban el pabellón, no se rendían, no entregaban nada al enemigo…ni buque, ni arma, ni bandera, ni ciudad, ni posición.

El ejemplo epónimo de este espíritu nuevo, directamente derivado de Prat, fue el combate de La Concepción (1882) “¡Los chilenos no se rinden! – respondía el subteniente Luis Cruz Martínez, ante cualquier pedido de que abatiesen las armas -. ¿No es verdad muchachos?”. Sus superiores, dando cuenta entristecida del sangriento y heroico suceso, hacían un espontáneo paralelo con Iquique. “Como los tripulantes de la “Esmeralda”, llenaron (los soldados de La Concepción) sus deberes de patriotismo hasta el sacrificio” (Lynch) “Nuestros soldados no se han mostrado menos grandes que los de la “Esmeralda” en el 21 de Mayo” (Novoa).

No sólo en los campos y mares de combate resonaron los ecos de epopeya, sino también en muchas otras áreas relacionadas con la Guerra de 1879.

Repercutieron profundamente, por ejemplo, sobre la actitud argentina. Los vecinos allende los Andes habían acogido con ávida complacencia nuestro predicamento del Pacífico. Era evidente e indisimulable el arma poderosa que les confería para intentar doblegarnos en la disputa de límites que mantenían con nosotros.

El pacto Fierro-Sarratea pasó sin demora al limbo de la Historia. Argentina urgió enviásemos inmediatamente un plenipotenciario que discutiera un posible arreglo directo con ella a la sombra de su eventual participación en la guerra, del lado Perú-boliviano. Chantaje tan obvio que no necesita expresarse. No pudimos negarnos; el 31 de marzo entraba a Buenos Aires la fatigada misión chilena, después de cruzar a mata caballos la cordillera y la pampa; su jefe era el diputado José Manuel Balmaceda.

Instantáneamente, la envolvió una gélida cortesía oficial, y un paralelo clima callejero – prensa, políticos, manifestaciones públicas – de abierta hostilidad y de bullanguero apoyo a nuestros enemigos. Se intensificó este ambiente adverso cuando oficializamos la guerra. Balmaceda y sus adláteres lo supieron casi al momento, por la muchedumbre que – ante el hotel de la misión – gritaban vivas a nuestros enemigos y mueras contra Chile, acompañándola un ruido ensordecedor de sirenas y petardos. Pocos minutos después tenían los chilenos una reunión en la Casa Rosada; los siguió por las calles una audible silbatina.

Y así continuaron las cosas… hasta el 21 de Mayo de 1879. Las noticias de Iquique y Punta Gruesa sobrecogieron a los Argentinos. Amainó el temporal antichileno; desapareció la idea de una “carrera corrida”, perú-bolivia-argentina, contra Chile. Arturo Prat, el enviado del 78, se hubiese alegrado de verlo.

El Prat real abandona ahora nuestras páginas. Lo sustituye el héroe de lo que alguien llamó la “pratmanía”, semidiós legendario del culto nacional y especialmente popular, inmortalizado en mil poemas, cantos, discursos, conmemoraciones, homenajes, libros, artículos, calles, imágenes, bustos, la figura más conocida y venerada de nuestra historia, cuyo nombre todavía hace agolparse las lágrimas a los ojos, y prorrumpir las gargantas en gritos de espontáneo entusiasmo y orgullo patrio. Pero el Prat verdadero no hizo lo que hizo por impulsos del momento, sino por cumplir su deber de marino de guerra, meditadamente, de modo que tal cumplimiento significara para su país un máximo beneficio. No murió sólo por Chile, ni sólo por cumplir el deber, sino para que Chile usufructuara, lo más posible, de ese deber cumplido y de esa muerte.

 

Gonzalo Vial Correa, «Arturo Prat» Editorial Andrés Bello, 1995

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